“Los Ecos del Tambor: Un Viaje de Resistencia, Magia y Sabor”

"Los Ecos del Tambor: Un Viaje de Resistencia, Magia y Sabor"

Desde antes de que muchas ciudades florecieran en el Continente Americano, los ecos del tambor o tambores resonaban en las noches oscuras de la colonización del Caribe.

Era un sonido que no venía solo de las manos que golpeaban el cuero, sino de las entrañas mismas de la tierra.

¡Imaginenselo!

No era solo música: era un diálogo ancestral, un grito de dolor y resistencia, una risa que desafiaba el tiempo.

Los tambores vibraban con una fuerza que podía sacudir hasta las estrellas, llenando el aire con historias, secretos y emociones.

Piensen en esto: era como un concierto de rock, pero en lugar de guitarras eléctricas, tenían tambores, campanas y palmas creando una sinfonía que nadie podía ignorar.

Cada golpe parecía decir:

“Estamos aquí, seguimos vivos.”

En aquellos días oscuros, la música no era solo arte: era refugio y hogar.

Cada ritmo era un mapa imaginario, una brújula que señalaba hacia África, hacia las raíces de aquellos que habían sido arrancados de su tierra. Los tambores eran una especie de “¿dónde está mi casa?” que resonaba en las noches, una conversación entre espíritus que atravesaba océanos y continentes.

Esos negros congos, recién bajados de los barcos, sus pies encadenados pero su alma libre, usando el tambor no solo como un instrumento, sino como un grito.

¡Un grito de resistencia!

Con cada golpe, decían:

“Aquí nos trajeron, pero aquí no nos rendimos.”

En lugar de lágrimas, regalaban ritmo. En lugar de silencio, construían melodías que se burlaban de sus opresores.

Era su manera de transformar el dolor en arte, como un bailarín que, al tropezar, inventa un nuevo paso y lo llama coreografía.

Y si alguien caía, no pasaba nada: eso solo era un comienzo. ¡Levántate, sacúdete y sigue bailando!

Porque en el tambor, como en la vida, no hay errores, solo ritmos que aún no hemos aprendido a escuchar.

Con el tiempo, las guerras de independencia abrieron las puertas a nuevas sociedades, y con ellas, a nuevas músicas.

¿Y qué mejor manera de celebrar que con la percusión y la guitarra?

Era la mezcla del blanco español y del negro africano.La identidad buscaba formas de ser contada, y las tradiciones traídas de África se fundieron con las influencias locales y hasta con los rezos de los colonizadores.

De esa mezcla nacieron el son, la cumbia y muchos otros géneros, como hijos de un romance inesperado entre culturas que nunca dejaron de hablarse, aunque a veces no se entendieran del todo.

Y ahí, varias generaciones después estaba yo, creciendo entre esas notas, con el portal de mi casa como un escenario improvisado donde la magia ocurría cada domingo.

Y mientras escribo esto, puedo oír los ecos de aquellas tardes.

Puedo sentir el suelo temblar con el ritmo, como si esos tambores nunca hubieran dejado de tocar.

Y así fue creciendo, como una semilla que germina al compás de un tambor lejano, llenando mi alma de música, de magia y de sabor.

Desde los primeros días en los que apenas entendía el poder de aquellos sonidos, algo dentro de mí despertaba con cada nota, cada golpe, cada coro que parecía venir del corazón mismo de la tierra. La música no solo se escuchaba, se respiraba, se bebía y se sentía. Era un río invisible que corría por mis venas, arrastrándome hacia algo que aún no podía nombrar, pero que intuía era grande… eterno.

Con cada año, ese río se volvía más caudaloso, lleno de ritmos que hablaban en idiomas que no entendía pero que reconocía como míos. La música me enseñó a ver el mundo con otros ojos, como si cada esquina, cada rostro, cada amanecer, tuviera su propia melodía oculta, esperando ser descubierta.

Crecí en un hogar donde la magia y el sabor eran tan cotidianos como el café de la mañana. Los domingos no eran simples días de descanso: eran ceremonias donde el portal de la casa se transformaba en un templo improvisado.

Allí llegaban músicos con sus instrumentos al hombro, cargados no solo de talento, sino de historias, de anécdotas y de risas que llenaban el aire como si fueran parte de la música misma.Me cargaban y me pasaban de brazos en brazos.Me fascinaba cómo un simple rasgar de guitarra o el carrasquear de un güiro podían cambiarlo todo. Era como si el mundo, por un instante, hiciera que la gente se volviera más feliz, más libre. Los tambores eran el corazón, los vientos eran el suspiro, y las cuerdas, la voz que contaba las historias de amores perdidos, de tierras lejanas, de días mejores por venir.La música, para mí, no era un simple entretenimiento. Era un idioma, un puente, una ventana. Me enseñó que incluso en los días más grises, siempre había un ritmo que podía transformar el dolor en baile, el silencio en canción, la tristeza en alegría.

Y así, mi alma fue llenándose de ese sabor que solo la música sabe dar: un sabor que es dulce y picante, que quema y consuela, que despierta y adormece al mismo tiempo.

Y la magia… Ah, la magia. No era solo la que se hacía en las cuerdas de un tres o en el sonar de una tumbadora, sino la que ocurría en los ojos de quienes escuchaban. La vi mil veces: ese brillo que aparecía cuando la música lograba tocar algo más profundo, más allá de las palabras.

Era como si, por un momento, el universo entero dejara de pesar y todo lo que quedara fuera sabor y vida.Con el tiempo, entendí que mi destino estaba ahí, en medio de esas notas que llenaban mi alma. La música no solo era una parte de mí; yo era música, y ella era mi vida. Una danza interminable, un viaje que aún hoy me lleva a lugares que nunca imaginé.

Y así sigo, con mi alma llena de magia y sabor, bailando al ritmo de la vida, agradecido de que cada golpe, cada acorde, cada melodía, haya formado la banda sonora de mi historia.