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La vida de Alfredo De La Fé
es un viaje increíble a
través de la historia de la
música latina.
Nació en Cuba y creció en Nueva York pero su corazón es netamente Colombiano y desde 1992 porta la ciudadanía de ese país con orgullo.
Participó, colaboró y dirigió más de cien producciones músicales con artistas como: Eddie Palmieri, Celia Cruz, Tito Puente, Dizzy Gillespi, Carlos Santana, Vangelis, Papo Lucca, Ismael Miranda, Larry Harlow y Cachao entre otros, además de ser musicalizador de imagen, cine y televisión.
Alfredo De La Fé fue
contactado por una
Editorial internacional
para escribir su
biografía.
Acá les dejamos un pequeño fragmento de su historia..
EL VIOLÍN, LA HABANA Y LA SANTERA
Lo vi por primera vez en la casa de mi tía Eloisa. Mi madre me había dejado allí a pasar el día y la televisión estaba encendida. Mientras jugaba con unos chécheres viejos que me habían tirado al piso para entretenerme, llegó a mis oídos un sonido que parecía de otro mundo. Absorto, abandoné los juguetes sobre las baldosas de cuadritos, amarillas y lustrosas, y me quedé oyendo como hipnotizado ese sonido casi irreal que jamás había escuchado antes: era un violín.
Las imágenes que
salían de la pantalla
eran las de la
Orquesta Aragón de
Cuba
y, en ese mismo
instante que yo estaba
ante la televisión, uno
de sus músicos
tocaba inspirado un solo
en ese instrumento.
Me pareció entonces tan fantástico, que lo creía irreal y que hacía parte de la magia de la televisión que, sin duda, solo existiría ahí, dentro de esa caja de madera con patas que todos miraban embrujados.
Dos años después, en una tienda de música en la calle Obispo de La Habana, lo tuve ante mí. Al darme cuenta que el violín sí existía en el mundo real, más allá de los recovecos de la televisión que aún no lograba descifrar, me invadió una sensación que entonces no era capaz de entender: era la felicidad.
El cielo de la Habana siempre está lleno de magia sobre la isla de los mil encantos.
Esa isla con nombre de mujer donde la brisa arrastra esa música pegajosa que recorre los callejones contando mil historias y que llevamos grabada en la sangre. Es esa misma Habana en la que descubrí por primera vez, a través de los cristales de una vitrina de almacén, ese artefacto musical con el que soñé desde que aprendí a caminar, y que se volvió protagonista de la historia de mi vida.
Y sí, ahí está ella: La Habana. La bella Habana,
la sensual Habana. La Habana de ron, de mulatas y de son. Esa Habana preñada
de sueños y de lujuria. La Habana de poetas, soñadores, músicos, artistas, esa
Habana que huele a tabaco y ron y que hoy recuerdo con nostalgia.
Mientras evoco aquellas épocas de pantalón cortico y sueños de gloria, pienso en mi padre. Me golpean sus recuerdos y sus imágenes. Pero más, ese pedazo de tierra que hace setenta años era uno de los mejores países de América Latina. Papá solía contar que La Habana era entonces una ciudad desbordante dueña de una luz mágica que estallaba ante los ojos de los recién llegados quienes, deslumbrados por su belleza inusual y arropados con ese embrujo cómplice que solo el trópico puede ofrecer, solían quedarse más de lo planeado y después, regresar una y otra vez a ese pedazo de paraíso.
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